Solo el cine fue capaz de reunirlos y de provocar un viaje de quince kilómetros desde la Sierra más profunda hasta la sala de reuniones de la Junta Parroquial de San Miguel de Nono, esa tarde de jueves, cuando el resplandor del sol un poco antes de las 17:00, aún podía resaltar la belleza del campo y los cultivos.
Francisco Villalba, de 40 años, junto a su hermano José, de 32, salió un poco antes de las fincas agricultoras y ganaderas donde trabajan, por lo provocativo que les resultaba el cartel azul, de peces y espantapájaros que vuelan hacia el horizonte y que anunciaba para ese día una función de Chulpicine.
Francisco es padre de Roberto (3 años), Clarita (12) y Francis (10). Y José de Pedrito (de 7). La familia se reunió con otros niños y niñas, uno que otro adolescente y hasta tres ancianas para visitar Nono.
Llegaron en un viejo camión rojo, que por el estruendo del sonido del motor y la madera gastada del cajón, quizá haya sido fabricado en los años setenta.
Resulta difícil pensar que a 45 minutos de la Avenida Occidental, partiendo desde el ala norte, existe otro Quito. Zonas más rurales que parecen haberse detenido en el tiempo, donde hay decenas de perros que juegan con niños y niñas, y ancianos amables que visten con sombrero y que no se pierden de ver los atardeceres.
Los grandes ausentes de los lugares que rodean la parroquia de Nono, son los adultos. Ellos llegan ya casi entrada la noche, luego de jornadas largas en la zona agraria, ganadera o en canteras de piedra caliza. Otros han emigrado al exterior por buscar un mejor futuro, en su gran mayoría hacia España.
En esos lugares como Nono, donde no hay un cine que pueda mostrar perspectivas diferentes del mundo y hasta la del propio Ecuador, donde los chicos y chicas a lo sumo son televidentes de canales con propuestas limitadas y comerciales, justamente en esos sitios, pone la mira el proyecto Chulpicine.
Esta iniciativa empezó con un cine itinerante e independiente en 2002 (de ahí el lema “seis años dedicados a recorrer Quito”) y ha llegado a los lugares más alejados de la ciudad. Una estadística que poseen para autoevaluarse, dice que hasta la edición anterior del festival habían presentado funciones diversas de cortos y largometrajes para aproximadamente 38.000 niños.
Chulpicine nació de los adentros de Francisca Romeo, más conocida como Pancha. Luego de estudiar cine en la Sorbona de París, llegó al Ecuador y con un grupo de cineastas fundó el Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC), hoy uno de los festivales más reconocidos de documentales de Sudamérica.
Pero ni siquiera un espacio tan interesante como EDOC era lo que soñaba. Es que ella desde muy niña acompañó a su madre, la reconocida artista plástica Pilar Bustos, por los barrios más pobres de Chile, donde pintaba murales, en pleno gobierno de Salvador Allende, y desarrolló el plan cultural de la Unión Popular.
Cuando tenía seis años (1973) vio cómo esos días de alegría y arte se fueron abajo con el bombardeo del Palacio de La Moneda. Por eso, Chulpicine es de alguna manera el homenaje inconsciente que Francisca le hace a su madre y su aporte “para construir una sociedad más permeable y educada”.
Esa idea que va más allá del partidismo es una especie “de epidemia” que contagió a su grupo de trabajo. Francisca, antes de que comience el festival con palabras entrecortadas por la emoción, confesó que siente que “el festival va más allá de mí, ya está en otras personas”.
Tiene la razón. No le hizo falta viajar hasta Nono; ella resuelve otros asuntos como los administrativos y de organización. Tiene toda la confianza en que la nueva generación de “Los Chulpi” hoy realiza un gran trabajo.
El grupo de proyección se moviliza en un viejo Trooper 4x4, que ha recorrido tantas calles “del otro Quito” y lleva pintado orgullosamente el nombre del proyecto. Edwin Paliz, Alejandro Ospina, Orlando Erazo y Juan Pablo Rocha son parte de Chulpicine. Ellos tienen el anhelo de estar lo más cerca posible del arte. Han sido soporte de otros festivales como Edoc y Cero Latitud.
No son unos trabajadores cualquiera, no lo hacen por dinero, aunque Francisca dice que es fundamental que reciban un sueldo. En ellos hay un especial empeño y no solo porque el cine es su vida, sino porque están convencidos de que puede llegar a otros espacios.
El grupo hace de todo. Desde limpiar, ordenar las sillas hasta colocar la pantalla, proyector y parlantes en la Junta parroquial. “Después viene lo más chévere, lo que más nos gusta hacer, perifonear (anunciar la función por los alrededores del pueblo)”.
De eso se encarga Orlando Erazo, de 29 años, quien tiene “inyectada” la sal quiteña desde que era un adolescente y si antes su personalidad “era el goce de todas las reuniones”, hoy canaliza ese talento innato en la promoción de las funciones.
Orlando toma el megáfono y con esa misma voz, que se escucha en la entrada de los circos, comienza: “Úuuuulllltima llamada para los niños y niñas de 0 a 100 años de San Miguel de Nono para que asistan a ver a las cuatro de la tarde, el mejor cine del mundo, Chulpicine”. Alguno de sus compañeros interrumpe “y si alguien te dice que tiene 105 años, ¿qué vas a hacer, si pones de límite 100? Orlando responde “Queda perdonado por esta vez y que venga…”.
A pesar de los esfuerzos, el perifoneo no parece funcionar, los ancianos y ancianas sentados afuera de sus casas miran extrañamente a Orlando. Lo peor es que los niños no aparecen ni siquiera a espiar por las ventanas.
Orlando aclara: “tranquilos este es un proyecto a largo plazo, vos lanzas el mensaje y vas a ver la respuesta que hay minutos después”. La incertidumbre queda, a pesar de la seguridad con la que habla.
Luego de unos minutos, en efecto, se sienten las voces que se acercan a la casa parroquial. Llegan en conjunto decenas de personas y algunos perros, como si fuera una manifestación, y claro, el rostro de los proyeccionistas se transforma. En menos de cinco minutos, al menos reunieron a 100 asistentes, que no solo son niños o preadolescentes, hay ancianos, trabajadores, amas de casa…
Ese proceso no pasa inadvertido. El chileno Ricardo González documenta las reacciones tanto del grupo como de los asistentes y descubre en sus entrevistas, historias variadas e interesantes. Un ejemplo, es la de Tomás, que dice tener 37 años. En realidad tiene 77 y no recuerda haber visto cine durante toda su vida en el campo.
Bryan, Danny y Carlos, de 11 años todos, rememoran que hace un tiempo Chulpicine llegó con una película llamada, Al otro lado, que “se trataba de unos niños que se quedaron sin sus papás, porque ellos se fueron a trabajar a otro país”.
Desde que vieron esa película, diferente a todas las anteriores de la TV, le piden como un premio a sus padres, ir al cine.
“La última película que vimos fue Wall–E, en el Cinemark, y era la de un robot que se enamoró de otra robot. Ya no había gente en el mundo porque se llenó de basura…”, dicen.
A Bryan, Danny y Carlos se les habían presentado dos temas que son parte de la problemática mundial, la migración y la destrucción de la naturaleza. La guionista Isabel Alba sostiene que, el cine “nunca deja de asombrarme. Una imagen puede introducirnos en segundos, en una temática de manera profunda y certera”.
Ese poder de la imagen también sedujo a Ricardo González, el documentalista chileno, quien ha buscado desenvolverse en diferentes espacios. Eso sí, aclara que “siempre buscando generar espacios de organización comunitaria”, dice.
Ricardo fue fotógrafo del periódico Fortín Mapocho, de 1987 a 1989, los últimos años de la dictadura de Augusto Pinochet. Luego desarrolló trabajos con nuevas tecnologías. Y en ese proceso nació la idea de realizar un programa piloto (1998), en que los niños y niñas, pudieran dibujar a partir de una historia que se les contaba. Ya con los dibujos terminados se realizaban animaciones. El programa se llamó Pintacuentos.
Francisco Villalba, de 40 años, junto a su hermano José, de 32, salió un poco antes de las fincas agricultoras y ganaderas donde trabajan, por lo provocativo que les resultaba el cartel azul, de peces y espantapájaros que vuelan hacia el horizonte y que anunciaba para ese día una función de Chulpicine.
Francisco es padre de Roberto (3 años), Clarita (12) y Francis (10). Y José de Pedrito (de 7). La familia se reunió con otros niños y niñas, uno que otro adolescente y hasta tres ancianas para visitar Nono.
Llegaron en un viejo camión rojo, que por el estruendo del sonido del motor y la madera gastada del cajón, quizá haya sido fabricado en los años setenta.
Resulta difícil pensar que a 45 minutos de la Avenida Occidental, partiendo desde el ala norte, existe otro Quito. Zonas más rurales que parecen haberse detenido en el tiempo, donde hay decenas de perros que juegan con niños y niñas, y ancianos amables que visten con sombrero y que no se pierden de ver los atardeceres.
Los grandes ausentes de los lugares que rodean la parroquia de Nono, son los adultos. Ellos llegan ya casi entrada la noche, luego de jornadas largas en la zona agraria, ganadera o en canteras de piedra caliza. Otros han emigrado al exterior por buscar un mejor futuro, en su gran mayoría hacia España.
En esos lugares como Nono, donde no hay un cine que pueda mostrar perspectivas diferentes del mundo y hasta la del propio Ecuador, donde los chicos y chicas a lo sumo son televidentes de canales con propuestas limitadas y comerciales, justamente en esos sitios, pone la mira el proyecto Chulpicine.
Esta iniciativa empezó con un cine itinerante e independiente en 2002 (de ahí el lema “seis años dedicados a recorrer Quito”) y ha llegado a los lugares más alejados de la ciudad. Una estadística que poseen para autoevaluarse, dice que hasta la edición anterior del festival habían presentado funciones diversas de cortos y largometrajes para aproximadamente 38.000 niños.
Chulpicine nació de los adentros de Francisca Romeo, más conocida como Pancha. Luego de estudiar cine en la Sorbona de París, llegó al Ecuador y con un grupo de cineastas fundó el Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC), hoy uno de los festivales más reconocidos de documentales de Sudamérica.
Pero ni siquiera un espacio tan interesante como EDOC era lo que soñaba. Es que ella desde muy niña acompañó a su madre, la reconocida artista plástica Pilar Bustos, por los barrios más pobres de Chile, donde pintaba murales, en pleno gobierno de Salvador Allende, y desarrolló el plan cultural de la Unión Popular.
Cuando tenía seis años (1973) vio cómo esos días de alegría y arte se fueron abajo con el bombardeo del Palacio de La Moneda. Por eso, Chulpicine es de alguna manera el homenaje inconsciente que Francisca le hace a su madre y su aporte “para construir una sociedad más permeable y educada”.
Esa idea que va más allá del partidismo es una especie “de epidemia” que contagió a su grupo de trabajo. Francisca, antes de que comience el festival con palabras entrecortadas por la emoción, confesó que siente que “el festival va más allá de mí, ya está en otras personas”.
Tiene la razón. No le hizo falta viajar hasta Nono; ella resuelve otros asuntos como los administrativos y de organización. Tiene toda la confianza en que la nueva generación de “Los Chulpi” hoy realiza un gran trabajo.
El grupo de proyección se moviliza en un viejo Trooper 4x4, que ha recorrido tantas calles “del otro Quito” y lleva pintado orgullosamente el nombre del proyecto. Edwin Paliz, Alejandro Ospina, Orlando Erazo y Juan Pablo Rocha son parte de Chulpicine. Ellos tienen el anhelo de estar lo más cerca posible del arte. Han sido soporte de otros festivales como Edoc y Cero Latitud.
No son unos trabajadores cualquiera, no lo hacen por dinero, aunque Francisca dice que es fundamental que reciban un sueldo. En ellos hay un especial empeño y no solo porque el cine es su vida, sino porque están convencidos de que puede llegar a otros espacios.
El grupo hace de todo. Desde limpiar, ordenar las sillas hasta colocar la pantalla, proyector y parlantes en la Junta parroquial. “Después viene lo más chévere, lo que más nos gusta hacer, perifonear (anunciar la función por los alrededores del pueblo)”.
De eso se encarga Orlando Erazo, de 29 años, quien tiene “inyectada” la sal quiteña desde que era un adolescente y si antes su personalidad “era el goce de todas las reuniones”, hoy canaliza ese talento innato en la promoción de las funciones.
Orlando toma el megáfono y con esa misma voz, que se escucha en la entrada de los circos, comienza: “Úuuuulllltima llamada para los niños y niñas de 0 a 100 años de San Miguel de Nono para que asistan a ver a las cuatro de la tarde, el mejor cine del mundo, Chulpicine”. Alguno de sus compañeros interrumpe “y si alguien te dice que tiene 105 años, ¿qué vas a hacer, si pones de límite 100? Orlando responde “Queda perdonado por esta vez y que venga…”.
A pesar de los esfuerzos, el perifoneo no parece funcionar, los ancianos y ancianas sentados afuera de sus casas miran extrañamente a Orlando. Lo peor es que los niños no aparecen ni siquiera a espiar por las ventanas.
Orlando aclara: “tranquilos este es un proyecto a largo plazo, vos lanzas el mensaje y vas a ver la respuesta que hay minutos después”. La incertidumbre queda, a pesar de la seguridad con la que habla.
Luego de unos minutos, en efecto, se sienten las voces que se acercan a la casa parroquial. Llegan en conjunto decenas de personas y algunos perros, como si fuera una manifestación, y claro, el rostro de los proyeccionistas se transforma. En menos de cinco minutos, al menos reunieron a 100 asistentes, que no solo son niños o preadolescentes, hay ancianos, trabajadores, amas de casa…
Ese proceso no pasa inadvertido. El chileno Ricardo González documenta las reacciones tanto del grupo como de los asistentes y descubre en sus entrevistas, historias variadas e interesantes. Un ejemplo, es la de Tomás, que dice tener 37 años. En realidad tiene 77 y no recuerda haber visto cine durante toda su vida en el campo.
Bryan, Danny y Carlos, de 11 años todos, rememoran que hace un tiempo Chulpicine llegó con una película llamada, Al otro lado, que “se trataba de unos niños que se quedaron sin sus papás, porque ellos se fueron a trabajar a otro país”.
Desde que vieron esa película, diferente a todas las anteriores de la TV, le piden como un premio a sus padres, ir al cine.
“La última película que vimos fue Wall–E, en el Cinemark, y era la de un robot que se enamoró de otra robot. Ya no había gente en el mundo porque se llenó de basura…”, dicen.
A Bryan, Danny y Carlos se les habían presentado dos temas que son parte de la problemática mundial, la migración y la destrucción de la naturaleza. La guionista Isabel Alba sostiene que, el cine “nunca deja de asombrarme. Una imagen puede introducirnos en segundos, en una temática de manera profunda y certera”.
Ese poder de la imagen también sedujo a Ricardo González, el documentalista chileno, quien ha buscado desenvolverse en diferentes espacios. Eso sí, aclara que “siempre buscando generar espacios de organización comunitaria”, dice.
Ricardo fue fotógrafo del periódico Fortín Mapocho, de 1987 a 1989, los últimos años de la dictadura de Augusto Pinochet. Luego desarrolló trabajos con nuevas tecnologías. Y en ese proceso nació la idea de realizar un programa piloto (1998), en que los niños y niñas, pudieran dibujar a partir de una historia que se les contaba. Ya con los dibujos terminados se realizaban animaciones. El programa se llamó Pintacuentos.
Este espacio fue ganador del premio del Consejo Nacional de Televisión en 2001 y en 2003, así como el reconocido programa 31 Minutos, salió al aire por TV Chile. Ricardo apoya a Chulpicine en visitas prolongadas al Ecuador y anuncia que el proyecto se podría implementar con el apoyo del grupo Chasqui en Perú, y en 2010 en Santiago de Chile.
La muestra de cortometrajes en la Junta Parroquial de Nono llega a once; Alejandro Ospina, colombiano, es el encargado de escoger los cortos de acuerdo al público. Empieza con películas para niños más pequeños como Fernanda (Cuba), Dorothy (República Checa), otras para adolescentes como El año del Cerdo (Cuba), Lapsus (Argentina).
Las reacciones son variadas. Hay niños y niñas que tienden a distraerse. Algunos se van del salón. Hay adultos que se aburren, quizá los que más disfrutan son los ancianos. En todo caso, los organizadores entienden que la idea de mostrar un cine diferente, lejos de lo comercial, puede resultar al momento difícil.
Luego de una hora de proyección, la mayoría de los asistentes permanece en la Junta y disfruta del corto de Ricardo González, de la selección de Pintacuentos, El pájaro de la lluvia. Y para el final se presenta el corto brasileño Zezé (Brasil), en donde un niño roba dos tapas de olla y corre descontrolado en una favela. Por los disturbios que causa en su recorrido, hay una gran cantidad de gente que lo persigue. Al final llega a un escenario y toca con emoción “sus platillos” con otros músicos.
Todo el salón disfruta así como la favela de la música de Zezé. Lo perdonan por sus impertinencias. Es el final de la función. Los más pequeños están tan alegres por el corto y no quieren comentarlo. Solo asimilan la alegría con la que se realizó y se van felices.
La familia de Francisco y José Villalba va acompañada de mucha más gente que cuando llegó. Aurora Calderón, que tiene unos 65 años, le dice a Ricardo González que debe volver “con otras películas”.
Hay sonrisas en el camión. Se despiden amables.
Suena el ruidoso motor. Antes de irse Francisco Villalba, a pesar de su carácter introvertido, insiste que se diga en un periódico que todas las personas deben ver el corto Zezé.
* Tomado del diario El Telégrafo, del 14 de septiembre de 2008. Crónica de Galo Betancourt
Fotos: Paulina Simon T.
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